LA ENTREGA


Estábamos esperando en nuestro Altea XL 140 caballos, con el motor en marcha. Llevaba el dinero conmigo, tal como había acordado con Massana, el encargado del desguace de Terrassa. Veinte mil euros que nos habían entregado esa misma mañana en un discreto despacho de la empresa Leasing Control. Estaban hartos de pagar por los robos de los vehículos bajo su control. Tampoco querían trasladar más casos de robo a su compañía de seguros, pues estaban seguros que las operaciones en ciernes corrían serio peligro de fructificar. Tenían demasiados robos y más de un sillón corría el riesgo de desaparecer para siempre. Habían decidido reducir como fuera aquella sangría que suponía pagar cada vez cuarenta, cincuenta o sesenta mil euros, por un cuatro por cuatro sobre el que se había firmado una reciente operación de leasing. Se acabó. Cerraron el grifo y ningún vendedor de su red podría hacer contratos para ese tipo de vehículos. La cartera de los vehículos que tenían, intentarían venderla a alguna compañía que quisiera aterrizar en el mercado español y así quitarse el problema de enmedio. Mientras tanto, nos habían encargado el trabajo de  averiguar si había alguien detrás de todo aquello y yo no podía negarme a ese trabajo. La agencia necesitaba un cliente como Leasing Control. Toda agencia de detectives necesita un filón como ése. Ya se sabe, robos ful, empleados que tienen un alto nivel de vida sin aparente fuente de ingresos,  en fin, un buen cliente al que no debía decepcionar en mi primer trabajo. La tarde caía en la puerta del estadio de La Feixa Llarga, junto al Hospital de Bellvitge. Gente que salía por la puerta de atrás, algún deportista aficionado que daba vueltas al estadio del Hospitalet y poca cosa más. Poco tráfico en lo que hace muchos años era un lugar inhóspito, lleno de canales de riego y campos de alcachofas. Esperaba que Massana cumpliera su palabra y no me la jugara. Había visto ya tres veces al mismo tipo haciendo jogging, pasando delante de nuestro coche. Con su cuerpo grasiento, no creía que hubiera dado tres vueltas al estadio. El mes de octubre hacía caer la luz antes de las ocho de la tarde, el olor a humedad del mar, impregnaba todo el lugar. La espera se me hacía eterna. Había perdido de vista al corredor, cuando al final de la calle, vi un coche de grandes dimensiones venir hacia donde estábamos aparcados. Era el Lexus gris que esperaba. Se paró junto a mí, dejando el carril como barrera entre él y nosotros. El tipo era un chino bajito.

-          ¿Traes el dinero?, me preguntó el chino en un perfecto castellano.

-          Lo traigo. Así lo acordé con Massana.

-          Bien, tú me das el dinero y yo me bajo del coche. No se te ocurra hacer ninguna tontería. Ya sabes cómo va esto, tengo a cuatro amigos que te tienen controlado.

-          Dile al gordo que deje de hacer el gilipollas y que pare de correr o se le parará el corazón.

El chino bajó muy despacio, dejando el coche en marcha. Yo también bajé, cogí la bolsa de deporte que tenía mi compañero y se la di.

-          Está todo. Veinte mil euros.

-      Dentro tienes toda la documentación del coche. Te lo hemos cuidado. Verás que no tiene ni un arañazo.

Subí en el Lexus y vi la documentación en el asiento del copiloto. Hice una señal de aprobación a mi compañero. Tomó el volante del Altea y nos fuimos en dirección a la compañía.

Generalmente este tipo de cosas no suelen ir tan bien. Siempre suele haber algún imprevisto, alguna contrariedad. Alguien que se pusiera nervioso, algún atasco en alguna de las salidas de Barcelona. Aquella operación era altamente secreta y sólo la conocían tres o cuatro personas de la compañía de seguros. Yo por supuesto, no había intervenido en ella. Massana me debía demasiados favores para que se fuera de la lengua. Aquella operación fue la primera de todas las que vinieron después.


Gaelia © 2015









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