EN LA LUZ OSCURA
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suburbio donostiarra dejaba ver el duro
invierno que acontecía en 1991. Las, cabinas, las vallas publicitarias y el
resto del mobiliario, forjaban la imagen del tuareg estoico en su largo caminar
por los ergs del desierto. Las gotas del rocío resbalaban por las mejillas de
las modelos de los anuncios de perfume caro. La ciudad amanecía agradecida por
los tímidos rayos de sol que acariciaban suavemente el asfalto, que parecía que
reviviera tras la cruenta lucha contra los elementos.
En un portal sucio del barrio yacía, como
estremecido por una impresión incontenible, Desio. Mostraba un aspecto
saludable, casi desconocido para sus vecinos.
Su rostro enjuto aparecía afeitado, con el pelo recortado y se podría
decir que sus ojos brillaban ,a pesar de su estado, como nunca lo hicieron.
Vestía dignamente y los zapatos parecían recién limpiados. Parecía que se había
preparado concienzudamente para salir de este mundo con la dignidad que quiso
tener durante toda su vida. Desio era conocido por sus vecinos por sus
correrías por las calles de San Sebastián y por las ganas de reír y de celebrar
lo que fuera para poder pasar un buen rato y olvidar su triste pasado. De vez
en cuando alquilaba algún gracioso disfraz y así ataviado, andaba por el casco viejo recreándose en su
personaje, ya fuera un policía, un bombero, Julio Iglesias o el mismísimo
Antonio Machín. Que se supiera, Desio vivía de una pequeña pensión que le había
otorgado el Instituto de la Marina Mercante y de buscar entre las basuras todo
aquello que pudiera revender en los desguaces de la periferia. Siempre que alguien tuviera que
deshacerse de alguna lavadora, mueble o cualquier electrodoméstico en desuso,
Desio se hacía cargo de él. No había mas que correr la voz por cualquier bar
del barrio y en menos de veinticuatro horas el ciudadano en cuestión había
resuelto su pequeño problema. Con la pensión y esos trabajillos, Desio podía malvivir en una ciudad que no era
la suya, pero a la que se había acostumbrado de buen grado pues, a pesar de
todo, muy pocas veces se había ido a dormir sin que su estómago hubiera
recibido alguna recompensa, por pequeña
que fuera.
Últimamente y después de varias discusiones por no se sabe qué dinero con su hermano,
decidió dejar por una temporada el hogar maternal y alojarse en aquél viejo
portal en el que solamente vivían unas cuantas parejas de ancianos que no le
molestarían, mientras él guardase las formas. Los vecinos hacían la vista
gorda, pero sabían que Desio desde hacía un mes, dormía en el hueco de la escalera
del sótano del edificio. Desio era uno de esos tipos de los que ya no quedan.
Una llamada anónima a la policía anunció que en
aquel lugar había un hombre que parecía que no se encontraba muy bien. Una
dotación de la ertzaintza se personó en el lugar y comprobaron que aquel fulano
estaba más tieso que un lomo en caña. No podían tocar el cadáver hasta que el
juez diera la orden de trasladarlo al depósito forense.
Desio Miranda era un hombre
de mediana edad, que había pasado la mitad de su vida embarcado en buques de la
armada española y en bajeles de dudoso pabellón. Había recorrido medio mundo a
bordo de esos barcos y conocía con bastante fluidez unos cuantos idiomas:
portugués, holandés, inglés, alemán, francés, incluso se atrevía con el árabe.
Su niñez sobrevino en plena posguerra y las duras condiciones de vida en las
que creció hicieron de él un joven activo y avispado. Hijo de uno de los
protagonistas de Casas Viejas del año 1933, su madre, junto con sus hermanos
tuvo que marcharse a Sanlúcar de Barrameda a buscar mejor suerte y olvidar
aquél infernal suceso que dio con los huesos de su padre en el cementerio. El
Sanlúcar de vides y mar de callejuelas estrechas, de luz, de caballos en sus
playas, de manzanilla y boquerones dio ganas
a Desio de compartir con otras gentes, con gentes de otros lugares, sensaciones y vivencias. Desgraciadamente la
manzanilla y otros jugos de peor calaña,
le marcarían para siempre, pues no supo domar a la fiera, no pudo
comprender lo placentero de un buen vaso de vino, o de dos, del tiempo que con
él no pasa.
Apenas pudo asistir a la
escuela durante su infancia, solamente algunos cursos de aquella educación
nacional católica que más que educación e instrucción, era una suerte de dogmas
a los que no quedaba más remedio que decir amén . Apenas tuvo edad abandonó la escuela y se embarcó en
uno de los pesqueros que abundaban por
el puerto y así poder ayudar a la maltrecha economía familiar. Cuando
cumplió diecisiete años pidió a su madre
que le firmara los documentos para alistarse voluntario en la marina española.
Su madre, deseosa de que se forjara un futuro mejor que el que ella le podía
ofrecer , aceptó y Desio se marchó a la escuela naval de San Fernando. Era la
primera vez que salía de Sanlúcar y tomó aquello como un reto en el que estaba
dispuesto a demostrar que podía hacer bailar al mundo en la palma de sus manos.
Después del periodo de instrucción, solicitó embarcarse y
así fue. Recorrió un sinnúmero de puertos y realizó múltiples tareas en los
distintos barcos en los que estuvo. Hizo de calderero, de pinche de cocina, de
proveedor de munición en una batería antiaérea, de camarero y hasta de
electricista, sin saber lo que era una bombilla. Conoció a muchachos de toda
España y de toda condición y siempre logró rodearse de buenos amigos. Tan bien
se encontraba en aquel tipo de vida que prolongó su estancia en el ejército y
después de ocho años, logró hacerse suboficial de marina. En ese tiempo, su
madre y hermanos decidieron buscar mejor vida en tierras vascas, pues aquella
Andalucía languidecía sin que nadie quisiera poner remedio a tanta pobreza y a
tanto abuso sin respuesta.
Una noche de verano del año
1964 mientras su barco se encontraba atracado
en el puerto de Bata en la provincia española de Fernando Poo, y después
de haber recibido la paga, la marinería salió a darse un garbeo por los
burdeles portuarios. Desio y dos soldados marineros de Cádiz fueron a visitar a sus amigas del
club “La Reme” como era costumbre,
siempre que llegaban a aquellas tierras africanas. El club de “La Reme”
tenía fama en todo el África español y era como un pecado para un soldado no visitar el antro, aunque fuera para tomar un simple trago.
Los tres marineros tomaban
una copa y otra y otra de aguardiente de cacao
y en tanto que reían y reían a carcajada tendida, entraron cinco
legionarios más estirados que una comisión del cuerpo diplomático. Sin hacer
caso a la escena, Desio y sus amigos siguieron con la juerga .
Cuando el matarratas de
cacao empezó a hacer mella en aquellos desdichados, Desio se enzarzó en una
discusión con uno de los legionarios que no abultaba más de ocho cuartas, pero
con más atributos que un toro de Sepúlveda. Los dos estaban hasta arriba de
aquel infernal aguardiente y querían ser los primeros en subir con una guapa
negrita a la habitación. Cuando el de Sanlúcar
oyó “a mi la legión” reventó una botella que estaba en la barra, en la cabeza del legionario, empezando con ello
una monumental pelea y posterior saqueo del garito. La policía militar entró en el local al grito
de “al asalto”, detuvo a cuantos se pusieron por medio y limpió de rameras el cubil.
A Desio y sus amigos les
juzgaron en consejo de guerra y les aplicaron de manera ejemplar el código
penal militar ya que aquel legionario al que hirió de gravedad, resultó ser un
capitán hijo de un afamado General cuyo nombre no viene al caso. Fue a parar al
penal de Alcalá de Henares y allí pasaría once años, hasta que al Jefe del
Estado no le quedó otra salida que “dimitir” de todos sus cargos en 1975. La
entrada al trono de Juan Carlos I hizo que Desio pudiera dejar la cárcel para
el resto de sus días, gracias al famoso indulto que el nuevo monarca dictó para
un número importante de reos que en aquellos momentos cumplían condena. En los
años de cárcel y tedio y gracias a su propósito de enmienda, pudo empezar la
carrera de Derecho a través de la Universidad a Distancia; no la terminó porque
el indulto le cogió a contrapié, pero se hizo la promesa de que algún día
terminaría por colgar el diploma universitario en algún lugar de este mundo
En presidio conoció a dos
hermanos canarios que habían hecho no se sabe qué tropelía mientras cumplían el
servicio militar en Cartagena. Al igual que él no habían conocido mejor vida
que la vida militar. Gracias a estos compañeros, tras salir del penal y de
pasar en su casa materna una temporada., se enroló en una naviera holandesa de
Rotterdam que tenía una importante corresponsalía en Las Palmas de Gran
Canaria. Durante diez años estuvo haciendo la ruta de Rotterdam-Antillas
holandesas- La Guaira; primero como marinero y después como capitán de navío.
El juez estaba tardando más de la cuenta y los
vecinos, a pesar del frío, habían empezado a arremolinarse y hacer los primeros
comentarios sobre el extraño suceso. Empezó a oírse que le había pasado aquello
porque debía un dinero a un venezolano que había venido desde Caracas a cumplir
lo que un día en La Guaira le prometió que haría.
El día anterior le habían visto, como de costumbre,
recogiendo lo que nadie quería, removiendo basuras, atando haces de cartón para
poder venderlos y así sacar para comprar una entrada de cine, no por la
película sino por la calefacción que hacían las tardes sumamente confortables y
comprar, como no, una botella de vino. Renegaba del vino envasado en cartón,
porque decía que el vino al que no se le quita el corcho, era como la mujer
que, además de ser fea, había perdido su virginidad siendo aún adolescente.
Salió del cine sin conocer el título de la película
que había visto. “Una de la bolsa y de hombres de negocio, era”. Se dirigió a
la bodega que Patxi tiene en la calle de
la Primavera. Pidió con voz altiva y seca “dos botellitas de lo mío y
descórchelas”. Se sentía orgulloso de poner 300 ptas. sobre el mostrador
antiguo de madera de roble, y recoger de las manos del bodeguero el fruto que
el sol mediterráneo y la noble tierra manchega ofreció en la cosecha del año anterior.
Patxi siempre se lamentaba porque sabía que
cualquier día se metería en un lío por venderle aquellas botellas. Algunos
vecinos le habían hecho alguna visita amistosa, y le habían advertido que las
borracheras de Desio podían costarle caras. Desio le respondía que estuviera
tranquilo, que él sabía lo que hacía y a la vez le insistía en que le diera
Valdepeñas del que el bodeguero sabía que era el bueno. Ese día el sanluqueño
comentó lo fría que era aquella maldita tarde y que no recordaba una
jornada igual en muchos años.
Inmediatamente Patxi cortó la conversación, sabedor que si no le cortaba
acabaría contándole lo que le pasó aquél verano del 79 en a las puertas la isla
de Aruba, cuando el barco en el que iba naufragó; aquel desastre marcó para
siempre su vida; decidió cambiar el rumbo de sus pasos, abandonó para siempre
la mar e intentó echar raíces en la hermosa tierra vasca. Desde que su familia
se afincó en San Sebastián sintió una poderosa atracción por su ambiente, su
playa de la Concha, su gastronomía, sus gentes de generoso corazón.
Se encontraba
en el puente del buque al frente del mismo y su tripulación. Aquél día el
pronóstico meteorológico anunció que se iba a producir una fuerte tormenta
tropical que se estaba fraguando a 600 Km. al Sur Oeste de Puerto Rico. A la
vista del parte y puesto que ya habían sobrepasado ese punto, decidió no
interrumpir la marcha del buque y llegar a toda máquina al puerto de destino, a
pesar de que entre sus manos tenía un
viejo carguero de bandera panameña del cual no podía esperarse que pudiera
resistir muchas batallas contra el mar;
pese a las limitaciones del viejo cascarón y de que la tripulación no
podría considerarse como tal, arriesgó y no quiso dirigirse al puerto más
cercano para capear el temporal que se aproximaba. La tripulación la componían una caterva de
borrachos de tierra adentro sin patria, ni tradición marinera y se encontraban
en aquel lugar porque no tenían un lugar más seguro a donde ir. Desio se
encontraba en su primer viaje como capitán de barco y quizás le pudo la
responsabilidad de saber que la vida de
aquellos desdichados la controlaba desde el puente. Para poder controlar
aquel exceso de responsabilidad, Desio se ayudaba de una petaca que rellenaba
con buen ron de Jamaica, y cuya botella original guardaba en el frigorífico
de su camarote. Cuando la tormenta se
les echó encima, estaban apenas a dos millas de la costa de Aruba y se podía
divisar a simple vista el litoral. Al primer golpe de mar, el viejo buque se escoró a babor y la carga
sufrió un corrimiento que hizo que el barco no retomara la posición original.
Cuando Desio observó que iba a ser imposible volver a posición natural del
buque, decidió dar la orden de que la tripulación izara los botes salvavidas y
abandonara la nave. En el trasiego, el
jefe de máquinas contactó con él para decirle que había dos mecánicos atrapados
en la sala de máquinas y que él ponía pies el polvorosa. Se trataba de dos
hermanos gemelos lisboetas que había conocido en anteriores singladuras en
otros mercantes de la flota y estos eran los únicos que había podido elegir
para componer aquella tripulación de tres al cuarto. Pese a que el ron había
empezado a hacer el efecto deseado y después de comprobar que los botes
empezaron a bajar del barco y la tripulación se ponía a salvo, decidió bajar sin más demora a
comprobar qué carajo pasaba en aquella maldita sala de máquinas. La puerta de
entrada se había atascado y se oía el lamento desgarrado de aquellos gemelos
que veían su muerte próxima. Sabía que la maldita puerta presentaba defectos en
su cierre y que lo que estaba pasando lo había soñado como si le hubiera venido
una infernal premonición. El de Sanlúcar no pudo por más que decirles en
generoso andaluz “¡¡por la madre que me parió, que os saco de ahí!!” pese a que
el barco se hundía por momentos; no paró hasta que pudo abrir aquel maldito
portillo y sacó a los dos fulanos, casi por pelos.
Desio pasó el resto de la tarde en los bancos del
viejo parque de la plaza de La Florida. Bebía y charlaba con Antonio, el
borrachín del barrio vecino. Se contaban los abatares del día. Lo que habían
recogido de los contenedores de basura, las mujeres que habían visto...
Cuando la luna ya estaba bien alta, Desio se
despidió de su amigo y se dirigió, dando tumbos, al portal que le estaba dando morada desde
hacía unas semanas y que le había dado noches de encuentro con su vida, con la
des sus seres queridos. Noches de paz y ensueño.
Desio se recostó, acurrucado sobre el rincón del
hueco. La oscuridad aturdía sus ojos y su mente. Junto a él, su mayor tesoro
terrenal: su medio llena, medio vacía, botella de tinto. Se distinguía a través
de la tenue penumbra que producía un travieso rayo de luz al engarzar el
pequeño orificio que había en la pared opuesta al hueco de la escalera. El
ambiente formado por el rayo de luz refractado sobre la botella de vino, hacía
que Desio, al observarlo fijamente, pudiera desprenderse de su cuerpo y dejar
que su espíritu viajara por lejanos paisajes maravillosos, donde todo era
felicidad y donde jamás el dolor se había atrevido a medrar. El trance en el
que caía Desio, gracias al efecto luminoso y a la intoxicación etílica le hacía
dormir, sin apenas interrupción, durante horas y horas.
La noche de los hechos en los albores del trance,
Desio le habló a la botella que agarraba fuertemente con ambas manos,
produciéndose un diálogo de sordos. “Amiga mía, balbuceó Desio con cierta
dificultad, tu luz llena mi pobre morada de la felicidad que no encuentro ahí
fuera. ¡Je!, ahí fuera... Todo el mundo tiene prisa, con su tiempo programado;
pobres infelices; han perdido su instinto humano, su espíritu.
El andaluz miraba
fijamente, casi sin pestañear, el halo luminoso del verdor de la botella
que había apoyado sobre el frío suelo. Al poco tiempo dormía. Su sueño
aconteció pesado, lento y denso, con
dificultades en su respiración. El vecindario sabía que Desio pasaba las frías
noches de invierno en el hueco de la escalera, pero por miedo a que a Desio le
diera un arrebato de ira, no se lo habían impedido.
A las dos horas Desio despertó un tanto
sobresaltado, sin saber por qué. Se estaba produciendo, ante él, un hecho
irracional, que no podía estar ocurriendo allí en ese momento. El haz de luz
había formado una atmósfera acre y gris y la botella había perdido su color
natural. La luminosidad era espectral. El habitáculo parecía encerrarse sobre
sí mismo sin que Desio tuviera posibilidad de escapar. De repente, observó que
en el interior de la botella algo pasaba. Se intentó despejar frotándose los ojos con los nudillos y la escena se
repetía; un pequeño hombrecillo inmundo ataviado con una túnica de raso blanco.
La cara del hombrecillo era terriblemente fea, de rasgos imperceptibles,
sutilmente formados, Desio tenía la sensación de encontrare con un ser salido
de un laboratorio. No daba crédito a lo que veía, no podía ser. A él no le
estaba ocurriendo lo que a duras penas conseguía reconocer. El mayor de los
silencios se hizo en su interior. El hombrecillo se movía como danzando en el
interior de la botella y una música infernal que empezaba a sonar en los oídos
de Desio. Se incorporó e intentó gritar pero fue inútil. De su garganta no
salió ni un solo ruido y el esfuerzo únicamente le provocó un dolor
incontenible. Cesó la música infernal y el ser de la botella habló a Desio, con
voz sepulcral. “Hola Desio, buenas noches tengas” y el hombrecillo dejo de danzar
y se quedó pegado a las paredes de la botella.
El de Sanlúcar recobró la voz como por ensalmo
“Ho... hola”, pudo chasquear. Pregunto a aquel ser quién era. El hombrecillo se presentó con aire burlón y
le dijo que era la visión de la riqueza y que él era uno de los pocos mortales
que todavía no le conocía. Había decidido visitarle que para mostrarle lo que
su mundo le podía ofrecer, pues el mundo de ahí fuera poca cosa podía dar a
Desio. El andaluz todavía no podía dar
crédito a sus ojos y refregándose los
mismos, una vez más, le preguntó a este
ser por qué se encontraba metido en aquel envase. El ser repugnante le mostró
su irritación por aquella pregunta y le dijo que no estaba en aquel lugar para
contestar al interrogatorio de Desio. El sanluqueño pensó que aquella
borrachera se la estaba proporcionando algún narcótico que el bodeguero había
echado en el Valdepeñas, pero a pesar de ello se inclinó sobre la botella para
ver si era verdad lo que se estaba produciendo. Pudo ver imágenes sumamente confortables
y riquezas que siempre había soñado atesorar. Se vio conduciendo un fantástico
deportivo japonés. Pudo verse como el dueño de una maravillosa villa en la
costa de Alicante. También se vio paseando por las calles de París y comprando
suntuosas ropas en las tiendas de moda.
La luz oscura se adueñó de aquel recóndito lugar de
la capital guipuzcoana.
-
¿Te ha gustado?. Preguntó el hombrecillo seguro de sí mismo.
-
Sí, claro - contestó a duras penas Desio.
-
Pues para entrar en este mundo lleno de placeres y poder, únicamente
has de beberte el último poso de la botella en la que estoy.
El andaluz quedó pensativo instante y nuevamente
preguntó al ente, casi sin atreverse.
-
Para que yo entre imagino que tú querrás algo a cambio.
-
Pues claro, querido Desio. Lo que quiero es controlar tu vida y que te
rindas a mis deseos. Que dejes de lado lo que siempre has apreciado; tu mundo
te pertenece a ti y a nadie más. No debes pensar más en lo bueno que puedes
hacer por los que te rodean; en mi mundo no hay lugar para esas pamplinas.
-
Lo que me quieres decir es que te dé mi libertad ¿es cierto? –
respondió excitándose Desio.
-
Si lo quieres llamar así, pues sí. Tu libertad debe pertenecerme y no
pararé hasta conseguirla.
-
Pues quiero que sepas que lo único que me queda en esta vida es mi
dignidad y mi libertad y eso ni lo vendo, ni tiene precio – contestó
altivamente al ser repugnante.
-
Muy bien, pedazo de imbécil. Lo único que tenías que hacer era beberte
el último trago de la botella. Ahora tendrás una vida más difícil de lo que la
has tenido hasta ahora – replicó el espectro.
Desio muy enfadado asió la botella con las dos manos
y la rompió contra el suelo. En ese momento, la luz se oscureció por completo. Desio sintió como
su pecho se rompía en mil pedazos y su corazón, en ese mismo instante, dejó de
bombear sangre. Desio falleció.
Los vecinos seguían arremolinados entorno a la zona
acordonada por la policía vasca. Se hicieron corrillos y en alguno de ellos se
recordó la intervención del fallecido en las últimas elecciones generales. Los
vecinos quedaron sorprendidos cuando vieron que fue designado como presidente
de una mesa electoral. Desio se tomó aquella designación con sumo interés y
puso todo su empeño en hacer grande el día; vistió elegantemente, hizo noble un acto que “per se” es el acto
superlativo de la libertad, la elección de quienes deben representar y encauzar
la voluntad popular. A pesar de que ningún vecino podía dar crédito a sus ojos,
los que fueron a votar dieron numerosas muestras de alegría por saber que aquél
hombre que parecía incapaz de realizar ningún trabajo de relieve, diera
muestras de capacidad y asumiera con tanta grandeza lo que la sociedad le había
encomendado y él había aceptado con tanta satisfacción. Desio saludó
efusivamente durante toda la jornada, a
quienes se acercaron a él para manifestarles su agrado por verle al frente de
la mesa electoral.
Por fin el juez llegó al lugar, mandó levantar el
cadáver y fue trasladado al depósito municipal. La autopsia reveló que su
muerte sobrevino por parada cardio respiratoria, que es como no decir nada,
pues toda muerte tiene esa consecuencia. En cualquier caso, a quién podría
importarle.
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