LAS LUCES DEL ALBA

Me levanté como cualquier día, a eso de las siete. Era final de agosto y la luaz entraba por la ventana que había quedado abierta toda la noche. Me dirigí al salón y me asomé al balcón para ver qué día íbamos a tener. Miré y comprobé que el paisaje era distinto. Había bastante gente por la calle y no había plataneros sino palmeras. Ya no estaba el edificio de enfrente, donde cada mañana veía a la vecina rondar por la cocina preparando el desayuno; lo había sustituido un edificio que parecía un hotel. Miré a la izquierda para comprobar si la autovía del Llobregat iba cargada, como cada mañana, pero ya no estaba; en su lugar alguien había puesto un gran campo de naranjos. Miré al hotel y ví cómo mi suegra salía por la puerta, vestida de deporte. Dejé el balcón y entré de nuevo en el salón. Una ducha, un café cargado, un magdalena y zumbando para la oficina. 

Cuando volví por la tarde, quise contarle a mi mujer lo que me había pasado esa mañana pero antes de que empezara mi historia, sonó el teléfono. Eran mis suegros que el día de antes y sin pensarlo, subieron al coche y se fueron a pasar unos días a Peñíscola.

© Gaelia 2002


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