LA LLAMADA DE LA SELVA

Salimos a las diez de la mañana, aunque mi intención era no hacerlo más allá de las siete. Guardo la vieja costumbre de antaño de salir con el fresco del amanecer. Ya se sabe que con chavales y una mujer como la mía, es imposible arrancar el coche a la hora prevista. Es el mismo viaje que hacemos en los últimos veinte años y  aún sentimos mariposas en la tripa la noche de antes. Carretera y manta y vuelta a los orígenes que la llamada de la selva es muy intensa. Nacional II hasta Alcarrás, por aquello de ahorrarnos algún peaje, luego autopista hasta Zaragoza.. Alfajarín es nuestra primera parada en el camino. Es como un oasis en medio del desierto de los Monegros, donde van a parar centenares de camioneros.

“Respirar hondo al salir, que huele a campo”.

Mi mujer es dejar la urbe y pensar que todo es campo. Mis hijos invariablemente responden lo mismo: “pues debe ser un campo de mierda, porque huele a mierda”.

Es que el campo es hierba, agua sol y purines. Vamos a tomar un cafelito o lo que queráis, que no hay tiempo que perder.

Media hora después ya estamos de vuelta, con los cinturones del Seat Altea bien apretados.

La ruta a partir de Zaragoza es bastante monótona y sinuosa hasta llegar a Guadalajara. Siempre la misma emisora en la radio acompañando el viaje desde ese punto. Ya no se sintoniza nada que valga la pena. La España vaciada también lo está de ondas, hercios y banda ancha. Radio Nacional de España con Pepa Fernández es quien nos habla porque habitualmente salimos en fin de semana. Mis hijos le han tomado mucho cariño a esa voz pizpireta y dulce. En invierno les recuerda nuestro viaje a las raíces.

Kilómetros de subidas, bajadas y banderas de España en las gasolineras. Medinaceli es nuestra parada para comer, junto a una vieja fuente de la carretera antigua. La fuente es muy vetusta  y el agua que vierte es sumamente fresca, a pesar de los calores. El agua y la tortilla de patatas nos ayuda a llegar a Madrid con el estómago lleno y el espíritu renovado.

La capital del país se abre paso a veces, si es que me atrevo a pasarla por la M40. Otras veces, cuando todos están medio dormidos me adentro en la R2 mucho antes de ver Madrid en el horizonte. Cuando hago eso, creo que España no tiene fin porque parece como si nunca pudieras ver la capital. Esa es la peor parte del viaje porque normalmente el calor arrecia en el Madrid de agosto y dentro del coche todos duermen. Yo apuro a no parar para que se les haga más liviano. Cuando se despiertan ya sé que preguntarán por dónde estamos ya. Y dicen “ya” como si quisieran haber llegado antes de pasar Toledo.

En Alamaraz es donde hacemos la última parada si todo va bien. Los Portugueses es como llamamos a la gasolinera y restaurante que hay junto a la central nuclear. En realidad se llama Portugal II pero se nos hace más simpático llamarla a nuestra manera. Café, cortado y algún dulce de la zona o no. A continuación me  acerco al expositor de navajas camperas y me quedo mirando con cara de bobo. Mi mujer que me conoce, suele ir a sacarme de la vitrina de mis caprichos y me quedo con las ganas.

Echo combustible y antes de subir pienso lo mismo una y otra vez: “ya solamente queda pasar Mérida y a unos cien kilómetros tenemos nuestra casa”. Nuestra meta es el lugar donde nació mi mujer hace muchos años. El lugar al que todos queremos volver para saber de dónde venimos. Es en nuestra pequeña casa de la Sierra de Tentudía donde pasamos los días de agosto. Aprovecho para leer, ver amigos, familia, beber y comer algo más de la cuenta y contemplar un cielo estrellado como en pocos lugares. A mis hijos los pierdo de vista al llegar, porque para ellos la casa es como el hotel familiar. Este año es como cada año aunque tengamos COVID, solamente vienen cuando tienen hambre, sueño o necesitan algo. Que sea por muchos años.

© Gaelia 2020



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