DISPARATE SURREALISTA



El tiempo dejó de existir cuando empezó la pandemia. Nada se medía por horas, minutos o segundos. Los días eran soles y lunas y los meses pasaban porque había un ingreso de nómina en la cuenta bancaria. La falta de contacto social había hecho prescindible los horarios, los almanaques, los relojes. No había necesidad de ser puntual o de atender a una norma establecida. La radio emitía asintomática, sin orden, sin saber si Angels Barceló iba por la noche o la mañana o si Pepa Fernández la tendríamos en lo que antaño se conocía como fin de semana. Salía a dar una vuelta por los huertos sociales y me podía encontrar una higuera en plena cosecha, un campo lleno de coles, habas o cardos. Luego llegaba a casa y recogía la correspondencia y siempre era la misma. Nunca se llevaban las cartas de mi buzón y eso que le pegaba los sellos con la lengua.

A veces me levantaba y tele trabajaba para que no me despidieran de la compañía de seguros. Las reuniones de trabajo a las que tenía que acudir casi nunca respondían a un criterio profesional, sino que seguían pautas médicas para que nadie pudiera interpretar que la empresa nos incitaba a tener contacto físico. El ordenador y la conexión wifi se habían convertido en un altar sagrado en nuestras viviendas. La red era la única forma segura que había para comunicarse con el resto de sus habitantes, de comprar el besugo, las cigalas, los turrones e incluso un árbol de Navidad adornado y todo. Quizás tocaba celebrar las navidades de 2019 porque las de 2020 estaban casi prohibidas o era recomendable no celebrar nada. Los abuelos que vivieron la pandemia estaban escondidos debajo de la cama, sin querer saber nada de los que sí querían saber algo de ellos. El padre de mi amigo Ernesto vive en una residencia de ancianos. Acudía a misa de domingo en un lunes y rezaba la novena. Él, socialista de los de chaqueta de pana gorda, que solamente iba a misa cuando era flamenca, en ese tiempo se volvió creyente. En ocasiones, el pobre viejo encendía su radio de pilas para ver si volvían a emitir la hora del ángelus, como cuando yo era un niño y las abuelas sintonizaban un viejo aparato de válvulas, a eso de las doce del mediodía. Una vez pasado el rezo, apagaban el receptor y volvían a sus cosas renegando de la existencia que les había dado el santísimo, mientras los niños jugábamos a ser astronautas del Apolo XIII. Y es que durante la Navidad de la pandemia no fue necesario seguir ninguna moda pasajera, de esas que aparecen sin saber el porqué y que millones de mequetrefes persiguen como las ratas seguían al flautista. Detesto las modas que no me gustan porque suelen ser aquellas que ya no me gustaban hace muchos años, cuando empezaron a estar de moda y por suerte desaparecieron para volver a aparecer tiempo después. En aquellos días era tendencia que surgiera alguien en alguna red social y nos contara su anodina vida. A pesar de ser una estupidez, estos comunicadores tenían miles de seguidores asintomáticos, atrapados por la epidemia de la inopia. Contra esta enfermedad hay una vacuna, pero no se presenta en un vial. Su administración es en formato de libro, ya sea electrónico o de papel y se trata de leer muchos y muy variados para tener una visión crítica de la vida. Así se evita que cualquier persona indocumentada te maree con sus bobadas, sus gritos o sus desvaríos.

Después de nueve ingresos de nómina desde marzo y a resultas del frío que hacía en mi casa, dedujimos que había llegado la Navidad. Bueno, por eso, por las piñas tropicales que empezaron a vender en la frutería de Mohamed  y porque en la carnicería aparecieron cochinillos congelados entre solomillos, chuletones de Girona y butifarras de Vic. Hicimos las cuentas de las lunas y los soles que presumiblemente quedaban para la Nochebuena y cada uno de los habitantes de mi casa teníamos un criterio diferente, ante la falta de referencia horaria y porque y nos dimos cuenta de que Júpiter y Saturno se habían conjuntado con la Tierra (algo que no pasaba desde 1623 y que no volverá a suceder, dicen los que entienden de estas cosas, hasta 2080). Quién sabe si cuando vuelva a ocurrir, el evento traerá consigo otra pandemia o la caída de un meteorito gigantesco, a los desgraciados que queden por este planeta. Un planeta que da vueltas sobre el astro rey, sin motivo ni razón aparente.

Finalmente decidimos qué noche iba a ser la nuestra y preparamos una cena como la de costumbre pero para menos comensales. No había marisco, pero sí había coca y cava como un San Juan cualquiera en Cataluña.  Aprovechamos que estábamos los cuatro reunidos y pensamos que era el momento de celebrar la Nochebuena y el cambio de año y así nos quitábamos el problema de contar días hasta la noche más terrible. Sería a partir de esa noche cuando empezó una nueva era. En nuestro recuerdo siempre hemos contado a partir de la pandemia; y son años como los que vinieron después del nacimiento de Jesucristo, aunque sin romanos ni cristianos perseguidos.

El día uno de enero de dos mil veintiuno empezó la Edad Post Contemporánea. Pasadas las semanas, los relojes empezaron a funcionar después de habernos vacunado todos.  La vida volvió a medirse por horas, minutos y segundos. Por fin tuvimos una rutina segura.

© Gaelia 2020

#unaNavidaddiferente

 

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